martes, 23 de septiembre de 2008

NO A LA IMPOSICION LINGÜÍSTICA

Clemente Polo
Manifestación el 28 de septiembre a las 11 horas en BCN. ¡COLABORA!

Diremos no a la imposición lingüística en nuestras escuelas. No a la Ley de Educación de Cataluña. Si al bilingüismo en la educación.

El 28 de septiembre a las 11 horas, bajo el lema "No a la imposición lingüística en nuestras escuelas", Ciudadanos convoca a la sociedad civil y a las instituciones de Cataluña y de otras comunidades a una gran manifestación en Barcelona para defender el bilingüismo en la enseñanza en Cataluña. ¡VEN CON TU FAMILIA Y AMIGOS!

Recorrido: De Plaza Urquinaona a Plaza Sant Jaume.

sábado, 6 de septiembre de 2008

De capitán rojillo a pontífice nacionalista

Clemente Polo
3 septiembre 2008
Clemente Polo En el pasado mes de agosto se han clarificado las dudas que algunos ciudadanos progresistas todavía podían albergar sobre el sustrato ideológico del “socialismo” catalán, encarnado en el Partit del Socialistes de Catalunya (PSC), y, en particular, sobre la posición personal de su actual secretario general, José Montilla, a la sazón President de la Generalitat de Cataluña. De pie, aupado a un atril en donde se podía leer “La Catalunya que sap on va” (“La Cataluña que sabe donde va”), enfundado en hábito negro delante un austero muro de piedra, el otrora alcalde de Cornellá, desgranaba un discurso que ratifica la plena asunción por parte del PSC de los principios del credo nacionalista y la disposición del propio Montilla a ocupar su puesto dentro de la saga de pontífices nacionalistas que han gobernado Cataluña desde 1978:
  • “Si estamos unidos [los partidos catalanes], podemos. Necesitaremos muchas dosis de prudencia, discreción, unidad, ambición, determinación y un punto de audacia. Nuestra ambición no es desmesura, y si tenemos la tenacidad de Terradellas, la convicción de Pujol, la visión de Maragall, podremos.” (El País, 29 agosto 2008)

Como ponen de manifiesto estas palabras, el PSC, con su secretario general a la cabeza, está intentando asumir el liderazgo del nacionalismo catalán desde el Gobierno de la Generalitat, anteponiendo en su empeño los intereses particulares de su Comunidad a los intereses generales del Estado. Como ocurría en el Antiguo Régimen con la nobleza, los actuales dirigentes “socialistas” catalanes contemplan y denuncian como una intromisión intolerable cualquier iniciativa general del Estado, por mínima que ésta sea; requieren la desmembración de cualquier servicio o función del Estado y hasta de las empresas públicas, sin importarles un ápice si ello mejora o no la eficiencia del servicio; y, en fin, demandan entablar a estos efectos negociaciones bilaterales con el Gobierno de España, como si Cataluña, en lugar de una Comunidad Autónoma, fuera un estado independiente. Y cuando el Gobierno español se atreve en contadas ocasiones a establecer alguna normativa común, la respuesta es la misma: incumplen la ley y amenazan con la desafección de Cataluña, una entidad que como las antiguas deidades piensa y quiere y de la que, al parecer, ellos se han convertido en sus oráculos.

No estamos hablando, por hablar. La reacción de los partidos catalanes ante el Real Decreto (1513/2006 de 7 de diciembre) de enseñanzas mínimas que requería aumentar de 2 a 3 horas el tiempo dedicado a la enseñanza de Lengua y Literatura castellanas en la enseñanza primaria en Cataluña (véase mi artículo “Montilla incumple la ley”), prueba que hasta iniciativas tan inocuas como ésta, son inmediatamente tachadas por los partidos catalanes de intromisiones intolerables en las competencias propias de Cataluña. Lo que es peor, el propio Sr. Montilla ha firmado dos decretos consecutivos, llamados moratorias, para que las escuelas puedan incumplir el Real Decreto con total impunidad y ha declarado en el propio Parlament que el Real Decreto no entrará en vigor en Cataluña. Ante la pasividad de la Ministra de Educación y Ciencia y del Gobierno, me pregunto: ¿para qué se molesta el Gobierno del Sr. Rodríguez Zapatero y sus señorías en redactar y aprobar reales decretos que se incumplen sin que aquí pase nada?

En cuanto a desmembración de los servicios y funciones del Estado y de las empresas públicas, cabe destacar por su importancia la pretensión de la Generalitat de cerrar el sistema judicial en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, la exigencia de recaudar todos los impuestos por una agencia tributaria catalana o las reiteradas demandas de que se traspase la gestión del servicio de cercanías de RENFE o la gestión del aeropuerto del Prat a las administraciones catalanas. Todas estas demandas tienen dos objetivos que se refuerzan mutuamente: aumentar, desde luego, los recursos controlados por la Generalitat y, al mismo tiempo, debilitar a la Administración Central del Estado. No tengo noticia de ningún experto en leyes o hacendista de renombre al que se le haya ocurrido, por ejemplo, proponer la eliminación del Tribunal Supremo o la desmembración de la oficina federal de impuestos (Internal Revenue Service) de los Estados Unidos. Tampoco conozco a ningún reconocido experto en transporte que haya demandado, por ejemplo, que los servicios ferroviarios locales o regionales se segreguen en Alemania de la operadora nacional (Bahn). Si de mejorar la eficacia de estos servicios se tratara, hay una infinidad de medidas que se podrían adoptar para mejorar su funcionamiento, pero dudo que ninguna de ellas fuera en la línea de las demandas de los políticos catalanes. No tengo ninguna duda, sin embargo, de que bastantes hermanos, primos, sobrinos y amigos de los dirigentes políticos catalanes (maragalles, carodes-roviras, montillas, nadales, etc.) encontrarían buenos empleos si el control de estos servicios se traspasara a la Generalitat.

La reforma de la financiación autonómica, un asunto que ha tensado las relaciones entre el PSC y el PSOE este verano, permite ilustrar la concepción arcaica del Estado que domina a los dirigentes políticos catalanes. Su posición se resume fácilmente: según el Estatuto en vigor desde el 9 de agosto de 2006 el Gobierno español está en la obligación de negociar bilateralmente con la Generalitat un acuerdo sobre financiación en el plazo de dos años; y, como se ha sobrepasado el plazo sin alcanzarse a un acuerdo, la Generalitat concluye que el Gobierno español está incumpliendo una ley. Por una vez, Solbes, Ministro de Economía y Hacienda del Gobierno español, ha puesto algo más que la cartera de pagano sobre la mesa y parece dispuesto a presentar resistencia a Castells&Cia. Al Ministro le ha bastado con recordarles que él ya presentó antes del 9 de agosto una propuesta de financiación, calificada como una “afrenta a Cataluña” por algunos partidos políticos, que la Generalitat rechazó de plano. El problema de fondo radica en que el Sr. Montilla sigue emperrado en que Cataluña, una Comunidad histórica y singular, debe negociar su financiación con el gobierno español al margen del resto de CCAA. Nadie pone en duda de las peculiaridades de Cataluña, la mayoría de ellas más anecdóticas que sustantivas en relación al tema que nos ocupa, pero ello no es óbice para reconocer que el pilar de un estado moderno y democrático son los ciudadanos, sujetos de derechos y deberes, no los territorios y los derechos históricos asociados a ellos. Por ello, el Gobierno español tiene la obligación de negociar la financiación autonómica multilateralmente con el conjunto de CCAA para asegurarse de que el resultado final responde a los intereses generales. Que subsistan en pleno siglo XXI dos comunidades, El País Vasco y Navarra, con conciertos anacrónicos, debería llevar al gobierno catalán no a intentar emularlas, sino a exigir la eliminación progresiva de los injustos privilegios de que éstas gozan. Por cierto, que, en contra de lo que a veces se argumenta, la negociación multilateral resulta perfectamente compatible con el establecimiento de un nuevo sistema de financiación más justo, si éste es el problema del actual sistema, y deja abierta a las CCAA la posibilidad de imponer recargos autonómicos a los tributos estatales o incluso establecer nuevos tributos autonómicos destinados a financiar infraestructuras regionales, aumentar los salarios de los empleados de la administración autonómica o, si se considera conveniente, financiar “embajadas” en otros países o promover selecciones deportivas, como hace la Generalitat de Cataluña.

En este contexto de confrontación abierta con el gobierno español sobre la financiación autonómica hay que situar las palabras del discurso del Sr. Montilla, transustanciado por obra y gracia del espíritu (¿santo?) de Terradellas, Pujol y Maragall en el nuevo pontífice del nacionalismo catalán. El Sr. Solbes ha hecho bien en resistirse a firmar un acuerdo bilateral con los políticos catalanes, porque sentaría un precedente cuya extensión a otros ámbitos resultaría nefasta. Y hay que aplaudir su entereza al recordar al gobierno catalán que si no se alcanza un acuerdo, el Gobierno español, surgido de unas elecciones legislativas generales, impondrá su criterio. A la vista de esta firme reacción del vicepresidente, pienso que no andaba tan errado, cuando hace unos meses (véase, mi artículo “Luces, sombras y esperanzas”) señalaba esperanzado ciertos atisbos de cambio en la actitud del Gobierno tanto en materia terrorista como en relación a Cataluña. El Sr. Rodríguez Zapatero puede ser un optimista antropológico, pero no tan insensato como para no sacar conclusiones de las dos amargas experiencias vividas en la pasada legislatura: el fracaso de la negociación con ETA y la actitud de los partidos catalanes, liderados por el PSC, que le sirvieron frío un proyecto de Estatut, inconstitucional, sin duda, pero sobre todo desleal con el Gobierno de España. La misma deslealtad, por cierto, que denunciara con amargura tantas veces Manuel Azaña al analizar el comportamiento de la Generalitat en la República y la guerra civil.

¿Qué postura debería adoptar el PP en las actuales circunstancias? No tengo ninguna duda: apoyar con decisión al Gobierno español. ZP puede ser un pirómano, como Rajoy lo ha calificado, pero cuando el monte arde, el único comportamiento admisible en un hombre de estado es ayudar el hombro para extinguir el fuego, incluso si ello atenúa el desgaste del gobierno. Ya llegará el momento apropiado de determinar y exigir responsabilidades por lo ocurrido. Por ello, alguien debería llamar al orden a la Sra. Sánchez Camacho, nueva Presidenta del PP en Cataluña, cuyas declaraciones en apoyo del aquelarre nacionalista contra el gobierno a cuenta de la financiación no han podido ser más desafortunadas. PSOE y PP debieran actuar en ésta y otras materias como partidos nacionales, y sumar fuerzas, para no acabar siendo rehenes de sus propios barones o, lo que pudiera ser todavía peor, de los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos que representan a una exigua minoría del electorado español. En cuanto al PSC, un partido nacionalista más, ojalá que se decidiera de una vez a formar grupo parlamentario propio en el Congreso, porque tal vez entonces el PSOE se decidiera a extender su organización a Cataluña, liberándose de las hipotecas que le endosan Montilla, Iceta, Castells, Zaragoza y Cia. Sería todo un acontecimiento ver a todos estos capitanes responsabilizarse de una campaña electoral y observar la respuesta de su electorado en el Palau Sant Jordi en ausencia de algunos primos –nunca mejor dicho- españoles, como Felipe González y Rodríguez Zapatero.

lunes, 1 de septiembre de 2008

De la bárbara prosperidad a la opulencia egoísta

Clemente Polo
31 agosto 2008
Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico
Departamento de Economía e Historia Económica
Universidad Autónoma de Barcelona

Clemente Polo

La llegada de unas decenas de miles de africanos a las costas canarias disparó la alarma entre los ciudadanos españoles hace un par de veranos y vuelve a ser noticia cada vez que una patera arriba con su carga de desesperados náufragos. Resulta cuando menos paradójico que la llegada de estos desvalidos cause, casi tanta alarma entre los despreocupados veraneantes como la escalada incontenible de los precios de la gasolina y la ración de paella. ¿Qué suerte de oscura amenaza representa para nuestro confortable nivel de vida el pacífico desembarco de unos miles de hombres, mujeres y niños africanos, desarmados, inermes y exhaustos, en las playas y los puertos de la octava -o décima, da igual- potencia económica del mundo? ¿Por qué suscita tanta preocupación y rechazo su llegada, cuando el país ha acogido sin pestañear a 5 ó 6 millones de inmigrantes, ricos y pobres, venidos desde todos los rincones del mundo, en la última década? Acaso la respuesta a estas preguntas haya que buscarla en la peculiar relación que han mantenido los europeos con el continente negro en las últimos 500 años.

A comienzos del siglo XVI, Europa Occidental había logrado alcanzar y superar el nivel de desarrollo comercial e industrial de las civilizaciones orientales más avanzadas -Bizancio, el Imperio Árabe y China- y, merced a su recién estrenada preeminencia naval y militar, estaba en condiciones de iniciar una expansión territorial, económica y política sin precedentes desde el Imperio Romano. El control de las rutas comerciales en el Océano Índico y, sobre todo, la apertura de todo un continente, América, dotado de grandes recursos minerales, tierras y bosques prácticamente ilimitados, proporcionaron un nuevo y poderoso impulso al desarrollo de varios países europeos que encontraron en África una reserva casi inagotable de mano de obra para acometer la explotación de los nuevos territorios americanos. Ni el cristianismo, ni el renacimiento cultural de Europa, pudieron detener el inicio del bárbaro comercio y el florecimiento de una institución, la esclavitud, que había sido ya abandonada en los reinos cristianos.

Así se inició la peculiar relación comercial entre la Europa atlántica y África cuyas trágicas consecuencias todavía hoy pueden apreciarse en América y, muy especialmente, en EEUU. Desde el último tercio del siglo XV hasta casi finales del siglo XIX, los europeos pusieron sus naves rumbo a las tierras de África. Allí compraban hombres, mujeres y niños, a cambio de manufacturas textiles, armas y pólvora, bebidas alcohólicas y otros bienes de consumo y embarcaban su negra carga hacia el nuevo continente donde la vendían a buenos precios a los traficantes de esclavos y propietarios de plantaciones, ávidos de mano de obra. Así se levantaron grandes fortunas, primero, en las plantaciones de azúcar, y más tarde en las de arroz, índigo, tabaco, algodón y café. Estimaciones realizadas por Philip D. Curtin cifran en torno a 275.000 el número de esclavos que fueron importados entre 1460 y 1600 y en casi cinco veces esa cifra (1.341.100) los importados entre 1601 y 1700, siendo Brasil, las Indias Occidentales y otras colonias españolas los principales destinos.

Escaso fue el tráfico en estos siglos hacia las colonias británicas continentales donde la endémica escasez de trabajadores y la dureza de las faenas en las plantaciones, hizo rentable la importación de siervos blancos, hombres y niños que eran deportados de la metrópoli y obligados a trabajar para los plantadores en las colonias durante un cierto número de años antes de recobrar su libertad. En 1619, Virginia recibió los primeros 100 niños pobres y también el primer cargamento de esclavos africanos, pero, según Frederic Bancroft, el crecimiento de la población de esclavos negros fue lento, como demuestran las estimaciones disponibles para Virginia (300 negros en 1650 y 2.000 en 1721) y para el conjunto de colonias británicas (75.000 en 1725).

Durante el siglo XVIII, el tráfico de esclavos en el Atlántico se intensificó hasta que comenzó a ser prohibido en la primera década del siglo XIX. Los principales destinos continuaron siendo Brasil (1.891.400), las colonias británicas (1.401.300), francesas (1.348.400) y holandesas (460.000) en el Caribe, y las colonias españolas (578.600). A estos destinos ya tradicionales se sumaron con mayor intensidad las colonias británicas continentales, convertidas en los Estados Unidos, cuyas importaciones alcanzaron 348.000 esclavos entre 1701 y 1810. En total, los territorios americanos importaron algo más de seis millones (6.051.700) africanos en ese siglo, alcanzando el flujo anual medio entre 1761 y 1780, las dos décadas en que el tráfico alcanzó su mayor apogeo, la imponente cifra de 65.500 esclavos, superior a todos los africanos que han alcanzado en cayucos y pateras las costas españolas en los últimos tres años.

La importación de esclavos desde el continente africano, que no la institución ni el tráfico de esclavos, se prohibió en Dinamarca en 1805 en los Estados Unidos e Inglaterra en 1808, y oficialmente también en otros países, si bien brasileños y portugueses, franceses y españoles continuaron con la importación de esclavos hasta mediado el siglo. Las importaciones entre 1811 y 1870 fueron muy inferiores, 1.898.400, y tuvieron como destinos principales Brasil (1.145.400) y el Caribe español (606.000). Por otra parte, las viejas colonias de Maryland y Virginia, donde se concentraban la mitad de los esclavos a finales del siglo XVIII en los Estados Unidos y cuyos suelos habían quedado exhaustos por la sobreexplotación de la tierra, se convirtieron en la gran reserva que permitió satisfacer la demanda creciente de esclavos impulsada por el imparable crecimiento de la producción de algodón en los nuevos estados y territorios de Alabama, Arkansas, Louisiana, Florida, Mississipi, Tennessee y Tejas. El tráfico interestatal de esclavos fue intenso hasta el estallido de la Guerra Civil en 1861 y resulta paradójico que tantos próceres de la independencia y paladines de la democracia, como Madison, Jefferson, Washington, etc., fueran plantadores cuyas haciendas, escasamente rentables, sobrevivieron merced a los ingresos que les proporcionaron el crecimiento natural de sus reatas y la venta de sus excedentes a traficantes de esclavos.

Hoy resulta difícil aceptar que la creciente prosperidad de los muy cristianos estados europeos y sus colonias americanas, así como la expansión de las revolucionarias ideas que condujeron a la disolución del Antiguo Régimen y el advenimiento de la democracia en América y Europa, se fraguaran al mismo tiempo que la esclavitud vivía su edad de oro en las colonias americanas. Prosperidad y barbarie avanzaron de la mano durante cuatro siglos sin que nadie, ni portugueses, ni británicos, ni franceses, ni españoles, ni holandeses, cuestionara seriamente el tráfico de esclavos, un negocio sustentado en tres pilares nauseabundos: el apresamiento de hombres, mujeres y niños y su conducción a los puertos de embarque en África; su posterior venta a traficantes europeos y brasileños que los embarcaban para emprender la arriesgada travesía hacia las colonias americanas en condiciones infrahumanas; y, finalmente, la venta de los supervivientes del viaje a traficantes locales y propietarios de haciendas interesados en explotar su fuerza de trabajo hasta la extenuación, si así convenía. Baste con recordar que la Constitución de los EEUU de 1787 consideraba a las “otras personas, un eufemismo para evitar la palabra esclavos, mera propiedad mueble de sus propietarios, como el ganado.

Independizadas las colonias de América y abolida la esclavitud, los europeos volvieron a fijar su vista en África, esta vez con la intención de colonizar y explotar a la población africana en su propio territorio. Durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, los países europeos se repartieron África –y otras partes del planeta- y delimitaron con tiralíneas sus zonas de influencia en el continente negro. A diferencia de lo ocurrido en las colonias americanas, los colonos europeos en África nunca intentaron independizarse de las metrópolis y constituir estados independientes, un hecho quizás explicable por la muy distinta correlación de fuerzas que emerge de la composición de la población en ambas sociedades. Diezmadas por enfermedades y guerras desiguales, las poblaciones autóctonas de América fueron pronto reducidas y los criollos conformaron en América sociedades cuyas élites ostentaban el poder sin apenas oposición de las desposeídas poblaciones indias y las desarraigadas minorías negras marcadas por las cicatrices físicas y morales de la esclavitud. En las colonias africanas, la situación resultó ser casi la opuesta: los colonos blancos nunca dejaron de ser una minoría inmersa en la marea oscura de pueblos autóctonos, nunca plenamente sometidos e incorporados a las tareas productivas, ni tampoco exterminados como había ocurrido en tantos casos en América. La presencia de franceses, italianos y españoles en el norte de África y territorios subsaharianos, de belgas en el Congo, de británicos en Rodesia, de portugueses en Angola y Mozambique y de holandeses en Suráfrica, apenas ha dejado huellas perdurables unas décadas después de la descolonización.

Mucho ha cambiado Europa y América en los últimos cinco siglos. A la prosperidad fruto de la expansión atlántica iniciada a finales del siglo XV, siguieron las revoluciones industriales de los siglos XVIII y XIX y el paralelo desarrollo científico que abrieron la perspectiva de un desarrollo sostenido y un aumento del bienestar económico sin precedentes para sus habitantes. Al tiempo que EEUU, bastantes países europeos y Japón se desarrollaban a un ritmo vertiginoso durante la segunda mitad del siglo XX, la descolonización del continente africano sumía a la mayor parte de los países del África negra en un pozo de guerras, miseria y horror. Gobernados tras la descolonización por élites caprichosas y corruptas, cuando no bárbaras y criminales, los africanos se han visto obligados por la pobreza y el hambre a abandonar sus países para buscar en Europa una salida a su no vida. Ya no hay necesidad de que los europeos enfilen sus barcos hacia África para proveer de esclavos a los plantadores en América. Tampoco tienen ya que abandonar sus plácidas metrópolis y asentarse en el continente africano para explotarles allí. Hoy, son los pobres africanos quiénes arriesgan su vida en cayucos para acercarse a las playas de la Europa opulenta, dispuestos, ahora voluntariamente, a morir de nuevo en una travesía horrible e incierta para acaso comer las sobras de nuestras mesas. Por ahí andan, recorriendo nuestras playas con sus vistosas baratijas, disponiendo sus mantas en cualquier rincón o plaza de nuestras ciudades, desdibujado su perfil contra la negrura del asfalto en las carreteras, o recogiendo en nuestros campos las verduras y frutas que llevamos a nuestras mesas.

Si difícil resulta comprender la intensidad de los temores que ha despertado entre los ciudadanos españoles la llegada televisada de unos pocos miles de supervivientes africanos, hambrientos y exhaustos, a nuestra España opulenta, harto más complicado resulta aceptar la posición de quiénes reducen la complejidad del fenómeno migratorio a las necesidades del mercado laboral español, como si esas necesidades fueran, por otra parte, objetivas y mensurables, y como si la vigencia del principio de solidaridad se acabara en el Ebro o en el Guadalete. Los africanos no son mera fuerza de trabajo, útiles mientras escasea la mano de obra y prescindibles cuando el mercado laboral se desinfla: son personas que, a diferencia de la mayoría de nosotros, han puesto en grave riesgo sus vidas para escapar de la miseria y el horror. Causa, por ello, profunda inquietud observar la transmutación que han registrado en nuestro país algunos inmigrantes, hoy “socialistas” opulentos por arte de la política, más preocupados por levantar barreras para impedirles que salgan de la miseria en la que viven y retornarlos a ella con la máxima presteza, que en ayudarles a salir de la pobreza y propiciar el reagrupamiento con sus familias.

El círculo se ha cerrado. Durante varios siglos nuestros antepasados arrancaron a millones de africanos del continente oscuro y los transportaron en contra de su voluntad a América para explotarlos como esclavos. Ahora los europeos enviamos nuestras armadas y aviones, ya no para raptarlos, sino para impedirles que lleguen a nuestras playas y reciban las migajas sobrantes de nuestras mesas. Europa y América tienen una responsabilidad con África. No se trata de una responsabilidad histórica, pues a ningún ciudadano portugués, español o británico se le puede responsabilizar de las barbaridades e iniquidades cometidas por sus antepasados. Me refiero a otra responsabilidad muy distinta, a la que surge de constatar la inmensa brecha que separa el bienestar de los europeos y africanos. La Europa opulenta debe, desde luego, dejar de suministrar armas y apoyo a los gobiernos corruptos, pero debe, sobre todo, destinar una parte significativa de sus presupuestos a combatir la pobreza extrema, a poner en marcha proyectos sanitarios y educativos viables y a fomentar la inversión generadora de empleo. Y -¿por qué no?-, también a recibir como estudiantes y trabajadores a una fracción apreciable de la población excedente de África.